viernes, 26 de septiembre de 2014

Ignacio Vicens (Madrid, 1950)




Ignacio Vicens ha sido, quizá, el primer arquitecto que yo conocí en mi vida. De una manera casual, muy casual, un amigo mío me llevó a escuchar una charla de él en un colegio mayor de Madrid. Asistí, le escuché y me convenció. No debía yo tener más allá de 16 años. Tuve la suerte de viajar con él a Roma y de él la aprendí (Bernini, Borromini, los foros romanos, la Roma moderna). Su Roma, pronto se convirtió también en la mía.

Pasaron unos años. En la calle Barquillo de Madrid tenía por aquel entonces -lo tiene todavía- su estudio. Armonía. Atmósfera. Luz. Pasé allí unos días, pero no trabajando con él, o para él, o en uno de sus proyectos. Un amigo común y yo teníamos que redactar un trabajo de encargo: un sencillo campo de entrenamiento de fútbol para el Mundial 82 que iba a firmar el padre de mi amigo. Lo fusilamos (así se llama en España a lo que no era otra cosa que copiar de otro que ya había sido construido). Aquel pequeño trabajo lo pensamos, lo dibujamos y lo cubicamos allí, en una sala vacía que el maestro nos dejó. Todavía lo recuerdo. Y lo agradezco. No por dejarme un lugar para trabajar en un momento en que no teníamos dónde, sino por abrirnos su mágica guarida, su templo, quizá su santuario (aún recuerdo los libros pulcra y escrupulosamente desordenados, los objetos que decoraban las diferentes habitaciones  de aquel antiguo piso del centro de Madrid). Quizá también la primera vez que entré en el taller de un arquitecto. En el mundo personal de un arquitecto de enorme talento.

Le vi unos años después, en una sala de esgrima. La misma en la que yo aprendí los rudimentos de la espada -nunca pasé de aprendiz. Otra casualidad. El era un buen tirador. No sé si seguirá practicando ese deporte. Me crucé con él en la puerta giratoria de un vetusto edificio, en la Gran Vía de Madrid, el viejo Casino Militar.

Entré en varias de sus charlas -siempre que tuve oportunidad-. Recuerdo una especialmente, en la que programó el momento en que paraba de vomitar ideas y palabras y se relajaba bebiendo un poco de agua. Mientras paraba de hablar, las diapositivas seguían pasando reforzando su discurso.

Cada vez que viajo a Roma, recuerdo sus lecciones sobre luces y sombras. O sobre la multiplicación de un mismo elemento constructivo. O la forma de intervenir arquitectura, sin tocar arquitectura, jugando con puntos de fuga, con falsas perspectivas, con juegos visuales. En cierto modo, la forma en que él explicaba lo que aprendió de los maestros barrocos.

Y cuando entro en Santa María la Mayor recuerdo que a la derecha del altar, todavía Bernini pide un Ave María por su alma. Y yo, librepensador y agnóstico, recuerdo al niño que la rezaba y repito esas palabras. Por Bernini, por mis maestros, por mi vocación y por mi destino. Ojalá.

Y ahora, desde Buenos Aires, escuchó de vez en cuando sus conferencias. Aquellas que alguien, en algún lugar, cuelga en la red.

Siempre es un placer volver a escucharlo.

Luis Cercós
Buenos Aires, Argentina

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